miércoles, 13 de julio de 2005

Barcelona, 2163

Îbrahim se levantó de la cama y descorrió la cortina. El acto era reflejo, cultural, vacío de ningún significado. Al otro lado del viejo vidrio reforzado tan sólo le observaba la vieja capa de alquitrán, hollín y porquería, absolutamente negra y opaca. Pero abrir las ventanas (aunque fuese figuradamente, aunque nunca hubiese podido abrirlas, ni él, ni sus padres) era una de las cosas que se hacían por la mañana, al levantarse, como se habían hecho siempre.
Desayunó los restos de la cena del día anterior y un vaso de agua del grifo, turbia y oscura, y sintió una punzada de alegría culpable en el pecho cuando le vino a la mente lo que le explicaban sus padres sobre la carencia de alimentos y el racionamiento de agua que se sufría cuando ellos eran jóvenes, y de cómo eso acabó cuando la población se redujo drásticamente tras el Accidente y la llegada de la Gran Nube.
Recogió los restos del desayuno en un plato y los vertió sobre la pecera donde sus dos medusas se retorcían sobre el viejo castillo de escayola de decoración, como intentando devorarlo, mientras emitían pálidos destellos fosforescentes. Îbrahim notó en el manto de una de ellas manchas oscuras, extendiéndose como un cáncer. Rápidamente dirigió su mirada hasta la arena (las limaduras de plástico, deshecho industrial recuperado conseguido de contrabando) del fondo de la pecera, sólo para encontrarse con una fina capa de polvo negro depositado sobre la superficie amarillenta. Hollín. Había entrado hollín en casa. Mierda. Tenía que hacer cambiar los filtros de aire rápidamente, antes de que se viese obligado a dormir en el traje de contención. Quizás no pudiese permitirse vivir en las neociudades blindadas sobre el mar, pero ese pequeño resquicio de libertad que le suponía el poder quitarse ese armazón entre las paredes de su casa era un lujo al que no estaba dispuesto a renunciar, aunque para ello tuviese que estar sin comer un mes.
La vieja bombilla de filamento que colgaba de un cable pelado en el techo se apagó de pronto, dejándole con la única iluminación de la fosforescencia natural de las medusas. En la penumbra, aquella mancha oscura resaltaba aún más. Maldiciendo entre dientes por el gasto que le iba a suponer aquello, por la segura muerte de su mascota y porque como no se espabilase llegaría tarde a su trabajo en el vertedero, se puso el traje de contención, conectó los filtros de aire y los focos de los hombros y salió de casa, asegurándose con mucho cuidado de no abrir la segunda puerta antes de que la primera estuviese herméticamente cerrada. No quería que una sola partícula de aquel aire ponzoñoso entrase en su habitación.
Según salió de casa, la oscuridad más absoluta se ciñó sobre él. Bajó las escaleras a tientas, con la seguridad que da el llevar haciendo el mismo recorrido todos los días durante veinte años, mientras sus ojos se iban acostumbrando a aquella oscuridad que, literalmente, reptaba sobre él. Rápidamente reconoció la luz de las lámparas halógenas de sus hombros. Después, el reflejo de las bandas reflectantes del traje que debían permitir que la gente no chocase contra él en la calle. Casi al llegar a la planta baja, las mismas bandas reflectantes que marcaban los caminos en el suelo, líneas paralelas rectas de un palmo de grosor que, una vez en la calle, formarían intrincados diseños al mezclarse con las de los otros edificios y las de la propia acera.
Tragó saliva al cruzar el umbral. Por primera vez en meses, casi un año, el viento soplaba del mar, desgajando un poco la eterna nube negra que se ceñía sobre la ciudad y permitiendo que una pequeña fracción de luz solar se filtrase y llegase hasta el suelo. Apagó los focos, no los necesitaría. De momento. Que aquí hubiese luz significaba que arriba, en el vertedero, el aire se podría cortar –literalmente- con un cuchillo. Mierda. Corrió para no perder el autobús, ignorando conscientemente al vagabundo que casi se le lanzó encima para pedirle ayuda. No podía hacer nada por él. Su piel grisácea, los labios azulados y, sobretodo, el hecho de que no llevase ni siquiera mascarilla indicaban que no le quedaban más que horas de vida. Pasó indiferente ante los arcos del Liceu, donde tres miembros de la guardia, con sus armaduras negras de cascos polarizados, totalmente opacos desde fuera, montados en sus motos de oruga reglamentarias, protegían un Carro de Muertos, que iba recogiendo los cadáveres anónimos de pobres diablos que habían cometido la imprudencia de salir a la calle sin protección.
Cuando llegó a Canaletes, respiró tranquilo. El autobús aún no había pasado, la parada estaba demasiado llena. Se puso a la cola y miró Rambla abajo, hacia el mar, hacia la presencia ominosa en la lejanía de aquel monstruo de acero y cristal que les miraba, burlón, desde un lugar seguro mar adentro, lejos de la nube de residuos de combustión y productos tóxicos que se había aposentado sobre la ciudad. La neociudad que se habían hecho construir los ricos para escapar de la Muerte Negra que ellos mismos habían convocado.
Vio subir un grupo de gente por las Ramblas, provinentes sin duda de alguno de los veleros que hacían de transbordadores entre la neociudad y el puerto. Criados de permiso, o trabajadores demasiado viejos o demasiado enfermos como para seguir sacándoles rendimiento. Îbrahim se fijó en una chica, joven, con un vestido totalmente fuera de época y que no acababa de encontrar acomodo. Un vestido que un dia fue blanco, pero que la porquería que flotaba en el aire había acabado tiñendo indeleblemente de un gris sucio. Un vestido de novia. Sin duda, una criada de alguno de los Señores que había logrado que le diesen el dia libre para poder casarse. No pudo evitar mirarla a la cara. Era joven, casi una niña. En su rostro habían restos de lágrimas, y en su cuello, debajo de la oreja derecha, la marca de un chupetón aún fresco. Îbrahim sintió un escalofrío recorrer su espalda y se dio cuénta de qué había pasado la noche antes y cómo había logrado la pobre chica el dia libre.
El autobús llegó, envuelto como siempre en una nube de humo negro y maloliente (un olor que se colaba incluso por los filtros del casco) producto de la mala combustión de las grasas que se usaban para hacerlo funcionar, y montaron en él. Comenzaron la subida hacia el Tibidabo y, mientras subían, el aire se fue volviendo cada vez más espeso y más oscuro, más cargado de partículas en suspensión, hasta que se vieron obligados todos a encender las luces de sus trajes de contención, y lo único que podían ver eran las líneas fluorescentes de las bandas reflectantes del traje del vecino...

En Diciembre de 1952, una combinación de niebla y polución, provocada por las chimeneas tanto de la industria como de las viviendas y por los gases de escape de los vehículos cayó sobre Londres, generando el Great Smog o Killer Fog, provocando alrededor de 12000 muertes por envenenamiento y obstrucción pulmonar y reduciendo durante dias la visibilidad a menos de un pie de distancia. Más información, aquí o aquí

6 comentarios:

Gatobonzo dijo...

Te soy sincero, no me he leído todo el texto, pero he cogido el espíritu.

Cada día se aproximan más la ciencia ficción y la realidad. No hay más que ver ciudades como Atenas o la capital de Méjico.

Lo que más me jode es que "el Capital" nos trate de tontos y se nos queje del "alto coste" de mejorar la gestión ambiental (un ejemplo, el Protocolo de Kioto).

Bueno, pues me voy a contribuir al agujero de la capa de ozono, que hace mucho calor y voy a poner el aire eso sí, con remordimientos de conciencia...

Urui dijo...

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producto de la mala combustión de las grasas que se usaban para hacerlo funcionar
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Aquí en invierno huelen a churros. Y en verano a fritanga.

Me ha recordado un poco al ambiente de "Cuando el destino nos alcance"

Alfonso Piñeiro dijo...

Salvaje, impresionante, llego a tu blog desembarcando desde Periodistas 21. Me permito almacenar tu cuento (¿cuento?) en mi archivo literario. Me quito el sombrero, de lo mejor que he leído en mucho tiempo. Felicidades otra vez.

Anónimo dijo...

Te lo digo porque lo sé: cuando uno empieza a ponerse apocalíptico es el momento de cortar con el entorno y sobre todo con la pareja, y cambiar totalmente de aires.
Después, se quitan las ganas de escribir una temporada, y lo siguiente sale en forma de retratos salvajemente irónicos y desmelenados. ¡Menuda diferencia!

Sota dijo...

Gatobonzo, sí, eso mismo. Y el aire acondicionado es un invento del diablo, que reseca las mucosas bucales y nasales, provoca resfriados y anginas en agosto y nos lleva por la calle de la amargura a los que llevamos lentillas.

Urui, no. Aquí no se tienen que comer los unos a los otros en forma de crakers verdes.

Al-duende, sonno commoso. No creo merecer tantos parabienes. Muchas gracias. En cualquier caso, advierto que esto tiene espíritu de folletín, así que si le ha gustado, permanezca atento a su pantalla.

Gatopardo, cortar con la pare...qué? Lo cualo? Además que esto no es ponerse apocalíptico, yo soy así. Como Betty la Fea. Pero sin hierros en los dientes.

Anónimo dijo...

Si Betty la fea es como su nombre indica, y tú te identificas con ella sólo hay una solución: quita los espejos de tu casa, deja que las lentillas se empañen por si pasas por un escaparate donde puedas verte, o haz un curso de autoestima con Jorge Bucay, el gurú de moda: es tan poco atractivo el jodío que a mí me ha levantado la moral y desde que vi su foto me siento una vampiresa totalmente sexi.
Un abrazo

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